GUILLERMO CABRERA INFANTE
“Dolores zeugmáticos”
Salió por la puerta y
de mi vida, llevándose con ella mi amor y su larga cabellera negra.
“Exorcismos de
esti(l)o”
GUILLERMO CABRERA INFANTE
“Texto que se
encoge”
Y el dueño se achicó,
y es que podía hacerlo todavía y
fue el hombre
increíblemente encogido, pulgarcito
o meñique, el genio de
la botella al revés y
se fue haciendo más y
más chico,
pequeño, pequeñito,
chiquirritico
hasta que desapareció
por
un agujero de ratones
al
fondo-fondo-fondo
un hoyo que
empezaba
con
o
ALEJO CARPENTIER
-¿Qué quieres, viejo?...
Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el
viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la
garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las
tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba,
los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de
madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que
iban desdentando las murallas aparecían -despojados de su secreto- cielos rasos
ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles
encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda.
Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído,
veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su
fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los
peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el
ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando
la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado
apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos
en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle
mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra,
sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.
“Viaje a la semilla”
PEDRO JUAN GUTIÉRREZ
No soporto a Shakespeare
|
AL
FIN me decidí y empecé a despejar mi biblioteca. Lo hago cada cuatro o cinco
años. Calculé que podía eliminar la mitad de los libros y quedarme con tres mil
y pico de ejemplares. O menos. Si tuviera valor podría dejar sólo los
diccionarios y unos veinte libros. Lo demás no merece la pena. Quizás el año
próximo acumulo más decisión y los desaparezco todos. Sé que cada día me acerco
más a mi punto de saturación.
Hice una gran pila frente a la puerta de entrada, en el pasillo de la escalera.
Los voy a regalar poco a poco. Ya casi terminaba. Serían las once de la mañana.
Llegó una señora. Rubia, muy delgada, de ojos azules, educada y sonriente.
Tenía que ser americana. Con su marido. Igual de típico. Podían tener sesenta y
tantos años bien llevados. Fugazmente pensé en un caballo y una yegua de
Kentucky. Unos hermosos ejemplares pura sangre. Subían la escalera sudando y
resoplando, y se presentaron. Se presentó ella, en español. Él sólo me dio un
apretón de manos muy brusco, y me dijo: «Hi.»
–Buenos días. Mi nombre es Margaret Gifford. Él es Thomas. Somos de South
Dakota. Rapid City, y...
–Por favor, entren y refresquen. Tomen aire.
Les ofrecí agua. Hablamos de lo usual: el ascensor siempre roto y los
insoportables ocho pisos, la oscuridad claustrofóbica de la escalera, el calor
y la humedad.
Quedaron fascinados con el paisaje del mar desde la azotea. Y asombrados con el
resto. Desde arriba parece una ciudad bombardeada. Margaret me dijo:
–Lamentamos esta intromisión, pero pasamos unas vacaciones en Montego Bay, y no
resistí la tentación de dar un salto a La Habana. Ehh..., bueno, seré sincera.
En realidad, lo había pensado muy bien. Viví aquí los mejores años de mi vida.
–¿Aquí en La Habana?
–Here, here. En este penthouse. Hace muchos
años. De 1953 a 1957.
–Ya no son penthouses. Ahora son doghouses.
–Oh, sorry. Todo está en ruinas. Éste era un edificio elegante. ¿Qué ha
sucedido? No comprendo.
Yo sí comprendía todo. Comprendía demasiado. Y guardé silencio.
Buscó en su bolso y sacó un sobre amarillo con viejas fotos en blanco y negro.
En todas aparecía una joven sonriente, bonita y despreocupada. Vestía como las
modelos de Lana Lobells. Faldas anchas y plisadas. Blusas blancas y vaporosas,
con discretos lacitos y encajes en medio del pecho. Collares de perlas blancas
plásticas, que vendían en los Ten Cent, de Woolworth.
–Esta joven soy yo.
–Era muy bonita.
–Oh, gracias. Fueron unos años preciosos. Aprendí español. Tuve mi primer amor,
mi primer trabajo. Mis mejores años, ciertamente.
–Pues yo he tenido aquí mis peores años. Y quizás los mejores también.
–¿Desde cuándo vive aquí?
–Desde el ochenta y seis. Hace quince años.
–Mucho tiempo. Yo viví sólo cuatro años. ¡Maravillosos!
–¿Y los peores?
–Oh, no es saludable recordar.
–Dígame.
–Comenzaron cuando regresé a Rapid City. Me arrepentiré siempre. No debí irme
jamás de aquí. Fue como... abandonar el paraíso..., oh...
Me pareció un poco perturbada. Desvió la mirada hacia el mar. Guardó las fotos.
Se alisó el pelo.
–¿Desean un café?
–Oh, no. Es una molestia.
–No es molestia.
Hice café. Thomas no aceptó. Sólo bebía agua mineral de una botella que traía
en una mochila. Margaret no se molestó en traducir nada para su marido. Él sacó
una cámara y nos tomó fotos en la azotea. Hizo algunas del paisaje. Mientras,
Margaret y yo hablamos un poco más.
–En los tres penthouses sólo vivíamos americanos. Sin niños ni perros.
–Lo sé todo. La última americana murió hace pocos años.
–Es un lugar hermoso. Nunca he vivido en un sitio tan bello.
–Sí, es un privilegio.
–¿Usted conoció a una americana aquí?
–No, no.
Yo no quería dar detalles. En boca cerrada no entran moscas. Pero lo sabía
todo. Uno de los americanos vecinos de ella terminó en la cárcel, con una larga
condena de veinte años, por un asunto muy feo. La otra vivió los últimos años
de su vida aterrada y enclaustrada, con muchas rejas y candados. Finalmente
nunca supe si era agente comunista internacional, perseguida por el FBI, según
me dijo en una ocasión. O si –según otras versiones– era nazi profesional, que
trabajó en un campo de concentración alemán. Igualmente perseguida, rastreada y
amenazada de muerte. Finalmente murió de un modo atroz. Fueron dos vidas
agónicas y terribles. Yo lo sé todo. Pero aún no es el momento de escribir
sobre esos dos americanos. No tengo vocación de kamikaze. Quizás Margaret se
salvó a tiempo, pero no se lo imagina. Nos miramos y sonreímos en silencio. Ya
era suficiente. Margaret se disculpó y se marcharon. En la puerta echó un
vistazo a la pila de libros. Había un tomo de Shakespeare encima. Lo cogió y me
preguntó:
–¿Y éste lo bota también?
–Sí. No soporto a Shakespeare.
–Oh, usted es un hereje.
–Total y absoluto.
Sonrió dulcemente y me pareció una mujer encantadora. El mundo está lleno de
mujeres encantadoras. Aparecen siempre. Colocó el libro sobre los otros y
comenzaron a descender la escalera cuidadosamente. Repitieron algunas frases de
cortesía y despedida. Yo también pronuncié un par de frases corteses y cerré la
puerta.
“Carne de perro”
Infiel hasta la muerte
|
LA PLAYA estaba
absolutamente desierta a las siete de la mañana. El mar azul, transparente y
tibio. En julio hay tanto sol y calor que en la orilla, el agua no se enfría
durante la noche. Yo nadaba despacio. No había aire. Apenas una brisa leve que
no lograba rizar la superficie. Parecía una piscina.
Me
gusta ir a nadar temprano. Mi padre nos llevaba al amanecer a la playa. Mi
hermano y yo aprendimos a nadar entre las seis y las siete de la mañana. A
veces recuerdo aquel tiempo con toda nitidez. Pero mis sentimientos de entonces
no aparecen. Es sólo una película agradable. Lo veo todo, hasta los más mínimos
detalles. Y me inquieto. ¿Estaré bloqueado? Bueno, da igual. Han pasado
cincuenta años como una tromba por encima de mí desde aquellas madrugadas
placenteras de natación.
Por una calle medio cubierta de arena apareció un tipo. Era un hombre calvo, de
unos cincuenta años. Usaba un pantalón azul y una camisa blanca. Me pareció que
era chofer de guagua. La terminal de ómnibus está cerca. El tipo buscó la
sombra de un cocotero. Había una pequeña duna de arena cubierta de hierba y
flores violetas. Subió hasta lo alto de la duna, se sentó y comenzó a llorar.
Sacó un pañuelo. Miró a un lado y a otro. No había nadie. Siguió llorando. Yo
nadaba a unos doscientos metros de la orilla y no me podía ver. El brillo del
sol, muy bajo, restallaba en la superficie del agua como en un espejo. Yo
flotaba en medio de ese golpe de luz, invisible desde la orilla.
El tipo se secaba los ojos una y otra vez pero seguía llorando. Tenía los
codos apoyados en las rodillas.
Nadé un poco más. Suavemente. Sin chapotear. Y lo tuve siempre bajo
observación. Al fin se levantó. Se sopló los mocos. Guardó el pañuelo en el
bolsillo trasero. Metió bien la camisa dentro del pantalón. Ajustó el cinturón
y regresó caminando lentamente por la misma calle. Me pareció triste y agotado.
Salí del agua. Serían las ocho y unos minutos pero el sol ya calentaba en
exceso. A lo lejos aparecieron unas pocas personas y un par de perros. Fui
hasta un cocotero, a unos treinta metros de la orilla, y me refugié en la
sombra. Allí tenía mi pequeña mochila con la toalla, una gorra, las gafas
oscuras, unas chancletas de goma y un libro. Caminé un poco relajadamente. Sin
pensar en nada. Es difícil pero a veces se logra. Insistir en la nada. Insistir
en la nada. Muchas veces al día. Entrenarse para la nada. En la mochila tenía
la biografía de Leopold Sacher-Masoch, pero ahora no quiero leer, me dije. No
quiero leer. No quiero saber nada de nada. Ya es suficiente.
Seguí caminando y mirando a la arena. Al pie de otro cocotero había un
preservativo usado, repleto de esperma. Mucho semen. Cientos de hormigas se
movían nerviosas, excitadas, dentro del condón y en sus alrededores. Bebían,
comían, masticaban y tragaban espermatozoides. Cientos de pequeñas hormigas,
alegres y divertidas, devoraban los microscópicos cadáveres de miles de seres
humanos. Me quedé un instante observando cuidadosamente la fiesta de las
hormigas. El banquete de las hormigas.
Caminé un poco más por la orilla hasta que el aire me secó totalmente. Me vestí
y me marché a casa. Quizás todo se organiza a mi alrededor y no tengo que
seguir solo y en silencio, observando la brutalidad descarnada y visceral, como
si la vida fuera un drama interminable.
«La vida es una comedia», me dije. Hay que repetirlo hasta que sea cierto. La
vida es una comedia. La vida es una comedia.
“Carne de
perro”
GASTÓN BAQUERO
Las estrellas
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
¡Cuántas estrellas anoche!
¡Yo las veía tan claras y cercanas
como higos de cristal, como frutillas azules!
Me parecía, Teresa,
que todas las estrellas te miraban
con la misma alegría con que te miran
los ojos de mi alma.
Bocarriba en el campo,
solos la tierra y yo con las estrellas,
yo ponía mis ojos
en el pueblo de ojillos azulosos
que desde arriba podía contemplarte
con tantos ojos como estrellas tiene
el cielo blanco.
¿O serán las estrellas
las orejas del cielo,
por donde arriba oyen
tu cantar cuando hilas
o tu risa en el baile?
¿O serán las estrellas
como un sarpullido
que en la piel del cielo
provoca rasquiñas,
y comezón, y ansias,
y por eso titilan
y brincan las estrellas?
No: son ojos las estrellas,
son miradas, son fiestas.
Yo anoche bien veía
que estaban contentas y felices,
como quien puede mirar desde un collado
a una moza llamada Teresa
mientras va por la cabra
o recoge azucenas.
Y yo quería tener, yo deseaba
tantos ojos como tiene el cielo
para verte con ellos. Yo me sentía
el cuerpo hecho un acerico
de estrellas y de ojos.
Por la piel
me picaban y corrían
todas las estrellas.
¡Pudiera yo ser cielo
y eternamente verte
con los innumerables ojos
de mis estrellas!
Sentados a los pies del profesor
preguntábamos: ¿y la eternidad?
Y el buen viejo nos miraba con enojo,
hasta que por fin decía, contemplándose las manos:
"La eternidad no ha sido definida, pues se necesita
una eternidad entera para que abarquemos
el concepto de la eternidad. ¿Habéis comprendido?"
Y nosotros, sentados a los pies del profesor,
nos reíamos tanto, reíamos con tan poco cansancio,
que nos llevaba una eternidad consumir la risa
producida por la definición exacta de la eternidad.
Breve viaje nocturno
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Mi madre no sabe que por la noche,
cuando ella mira mi cuerpo dormido
y sonríe feliz sintiéndome a su lado,
mi alma sale de mí, se va de viaje
guiada por elefantes blanquirrojos,
y toda la tierra queda abandonada,
y ya no pertenezco a la prisión del mundo,
pues llego hasta la luna, desciendo
en sus verdes ríos y en sus bosques de oro,
y pastoreo rebaños de tiernos elefantes,
y cabalgo los dóciles leopardos de la luna,
y me divierto en el teatro de los astros
contemplando a Júpiter danzar, reír a Hyleo.
Y mi madre no sabe que al otro día,
cuando toca en mi hombro y dulcemente llama,
yo no vengo del sueño: yo he regresado
pocos instantes antes, después de haber sido
el más feliz de los niños, y el viajero
que despaciosamente entra y sale del cielo,
cuando la madre llama y obedece el alma.
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Mi madre no sabe que por la noche,
cuando ella mira mi cuerpo dormido
y sonríe feliz sintiéndome a su lado,
mi alma sale de mí, se va de viaje
guiada por elefantes blanquirrojos,
y toda la tierra queda abandonada,
y ya no pertenezco a la prisión del mundo,
pues llego hasta la luna, desciendo
en sus verdes ríos y en sus bosques de oro,
y pastoreo rebaños de tiernos elefantes,
y cabalgo los dóciles leopardos de la luna,
y me divierto en el teatro de los astros
contemplando a Júpiter danzar, reír a Hyleo.
Y mi madre no sabe que al otro día,
cuando toca en mi hombro y dulcemente llama,
yo no vengo del sueño: yo he regresado
pocos instantes antes, después de haber sido
el más feliz de los niños, y el viajero
que despaciosamente entra y sale del cielo,
cuando la madre llama y obedece el alma.
JOSÉ MARTÍ
A la palabra.
Alma que me transportas:
Voz desatada
Que a las almas ajenas
Llevas mi alma;
Cinta, cinta de fuego
Que pura y rauda
A los sueltos humanos
Alegras y atas; -
Pastora, y pastorcilla
Enamorada,
Que junto al blanco y húmedo
Rebaño canta;
Arabe, árabe fiero -
Que en su dorada
Hacanea parece
Volante llama; -
León, león rugiente
De la montaña
Que como alud de oro
Al valle baja,-
Y en el villano impuro
La garra clava,-
Y en el dormido alumbra
El sol del alma; -
Lira, lira imponente
En la más alta
Cúspide de la tierra
Serena, alzada,-
En dos troncos de robles
Corvos las blandas
Cuerdas mordiendo, y trenzas
De rosas blancas
De los hilos sonoros
Sueltas al aura,
Cantando con pasmosas
Hercúleas cántigas,
De los dioses del cielo
Y tierra hazañas,
Y en himnos sin medida,
Como las almas,
Esparciendo a las nubes
La esencia humana,
Que en lento giro asciende
De la batalla
Voz desatada
Que a las almas ajenas
Llevas mi alma;
Cinta, cinta de fuego
Que pura y rauda
A los sueltos humanos
Alegras y atas; -
Pastora, y pastorcilla
Enamorada,
Que junto al blanco y húmedo
Rebaño canta;
Arabe, árabe fiero -
Que en su dorada
Hacanea parece
Volante llama; -
León, león rugiente
De la montaña
Que como alud de oro
Al valle baja,-
Y en el villano impuro
La garra clava,-
Y en el dormido alumbra
El sol del alma; -
Lira, lira imponente
En la más alta
Cúspide de la tierra
Serena, alzada,-
En dos troncos de robles
Corvos las blandas
Cuerdas mordiendo, y trenzas
De rosas blancas
De los hilos sonoros
Sueltas al aura,
Cantando con pasmosas
Hercúleas cántigas,
De los dioses del cielo
Y tierra hazañas,
Y en himnos sin medida,
Como las almas,
Esparciendo a las nubes
La esencia humana,
Que en lento giro asciende
De la batalla
Dos patrias
¿O son una las dos? No bien retira
Su majestad el sol, con largos velos
Y un clavel en la mano, silenciosa
Cuba cual viuda triste me aparece.
¡Yo sé cuál es ese clavel sangriento
Que en la mano le tiembla! Está vacío
Mi pecho, destrozado está y vacío
En donde estaba el corazón. Ya es hora
De empezar a morir. La noche es buena
Para decir adiós. La luz estorba
Y la palabra humana. El universo
Habla mejor que el hombre.
Cual bandera
Que invita a batallar, la llama roja
De la vela flamea. Las ventanas
Abro, ya estrecho en mí. Muda, rompiendo
Las hojas del clavel, como una nube
Que enturbia el cielo, Cuba, viuda, pasa...
Yo soy un hombre sincero
De donde crece la palma,
Y antes de morirme quiero
Echar mis versos del alma.
Yo vengo de todas partes,
Y hacia todas partes voy:
Arte soy entre las artes,
En los montes, monte soy.
Yo sé los nombres extraños
De las yerbas y las flores,
Y de mortales engaños,
Y de sublimes dolores.
Yo he visto en la noche oscura
Llover sobre mi cabeza
Los rayos de lumbre pura
De la divina belleza.
Alas nacer vi en los hombros
De las mujeres hermosas:
Y salir de los escombros
Volando las mariposas.
He visto vivir a un hombre
Con el puñal al costado,
Sin decir jamás el nombre
De aquella que lo ha matado.
Rápida, como un reflejo,
Dos veces vi el alma, dos:
Cuando murió el pobre viejo,
Cuando ella me dijo adiós.
Temblé una vez, —en la reja,
A la entrada de la viña—
Cuando la bárbara abeja
Picó en la frente a mi niña.
Gocé una vez, de tal suerte
Que gocé cual nunca: —cuando
La sentencia de mi muerte
Leyó el alcaide llorando.
Oigo un suspiro, a través
De las tierras y la mar,
Y no es un suspiro, —es
Que mi hijo va a despertar.
Si dicen que del joyero
Tome la joya mejor,
Tomo a un amigo sincero
Y pongo a un lado el amor.
Yo he visto al águila herida
Volar al azul sereno,
Y morir en su guarida
La víbora del veneno.
Yo sé bien que cuando el mundo
Cede, lívido, al descanso,
Sobre el silencio profundo
Murmura el arroyo manso.
Yo he puesto la mano osada,
De horror y júbilo yerta,
Sobre la estrella apagada
Que cayó frente a mi puerta.
Oculto en mi pecho bravo
La pena que me lo hiere:
El hijo de un pueblo esclavo
Vive por él, calla y muere.
Todo es hermoso y constante,
Todo es música y razón,
Y todo, como el diamante,
Antes que luz es carbón.
Yo sé que al necio se entierra
Con gran lujo y con gran llanto,—
Y que no hay fruta en la tierra
Como la del camposanto.
Callo, y entiendo, y me quito
La pompa del rimador:
Cuelgo de un árbol marchito
Mi muceta de doctor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario